jueves, 20 de septiembre de 2012

Fin de semana campestre

Pocas cosas me gustan más que el campo, vamos que  a entusiasmo campestre no me gana nadie.

 Los árboles, la hierba, el río, las piedras, sentarse en las hamacas que cuelgan de los árboles para echarse una siestecilla, tumbarse en las hamacas de madera para ver el atardecer, el olor a tierra mojada después de la lluvia, el huerto plagado de verduras... es verdad que por otro lado podriamos citar (por eso de intentar ser un poco imparcial) a los mosquitos e insectos variados, el fango hasta las rodillas de despues de las lluvias, el calor sofocante del verano sin un ápice de brisa marina (pero con sombrita de árboles frutales), el aburrimiento (por no decir desesperación) que sienten algunos cuando en el susodicho campo no hay televisor, ni DVD, ni WIFI, ni centro comercial a la vista, ni playstations, ni nada que tenga que ver ni por asomo con los aparatejos más básicos de la industria del entretenimiento (o en la mayoría de los casos del atontamiento más bien).

  Para mí el saldo sigue siendo positivo a más no poder, así que tras denodados esfuerzos por convencer a mi pareja para que este fin de semana lo pasemos en una casa rural con los pequeñuelos, el pobre, ante mi avasallamiento sin tregua  ha accedido sin tenerlas todas consigo: ¿No hará demasiada calor?, ¿Conseguirá divertirse el pequeñuelo teniendo en cuenta que la pequeñuela reclama cada poco su toma de pecho? ¿Estará el agua del río lo suficientemente limpia para bañarnos sin peligro a padecer algún tipo de mutación genética? Y lo más intrigante de todo: si nuestro maravilloso fin de semana campestre de diversiones sin fin termina siendo un fiasco, ¿conseguiré soportar con estoicismo el resignado "Si esto ya lo sabía yo" que me estará esperando nada más subirnos al coche a la vuelta a casa?

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